Tuesday, March 4, 2008

una pizquita de sal ...



Yo no cocino; yo dejo que mis sentidos me guíen. Paseo por las calles empedradas de mi memoria, me meto en callejones iluminados, entro en puertas que están abiertas de par en par y me quedo allí, sentada en una silla de mimbre, arropada por el aroma que desprende la leña y el ruido de las cocinas, entre delantales a cuadros rojos y manos arrugadas.

"Los niños no deben estar en la cocina", decía. Así que me quedo en una esquinita deseando ser mayor para sentir la misma textura de fascinación y deseo cuando veo que sus manos se mezclan con erizos y no se pincha; cuando acerca lentamente la cuchara a su boca, entreabierta y desplegada, y su cuerpo se estremece como el primer encuentro íntimo con Él. Lo prohibido llama al pecado y cuanto más me expulsaban, más quería yo ingresar ...

"No hay buen guiso sin una buena cacerola de por medio", rezaba. Su cacerola se acoplaba a ella como el amante rodea con sus brazos al pecado. Veo su intenso color anaranjado deseando las carnes que a punto están de introducirse en ella y cuando el chorro de oro líquido baña su cuerpo, siento cómo se regocija en su lujuria.

El deseo de que me cuente su secreto es enorme, pero lo único que se me ocurre hacer es beberme el jugo de un melón mientras el Jamón de Bellota pulula alrededor.

"Cortar cebollas es llorar", dicen. Ella pasa el cuchillo afilado por debajo de un chorro de agua fría y no hay lágrimas mientras reduce a rodajas cada capa de mi nostalgia. Y antes de que el aceite haga de las suyas y se ponga a parlotear, forma un manto blanco de cebollas sin lágrimas. Le seguirá un orden de colores preseleccionado a conciencia para que las verduras no se quiebren ni se lamenten.

"La carne fresca para que suba por los muslos y encienda los vientres", afirmaba rotunda. Y es que veo esas aves impacientes por soltar sus jugos y retozarse entre hierbas aromáticas, tan solícitas, tan irónicas. Una vez dentro se rozarán todos los ingredientes y será ese contacto, casi imperceptible, lo que me arrastrará hacía ese río turbulento que amenaza con llevarme por delante.

"Una pizquita de sal", cantaba. Nunca supe cuánto era esa pizquita, ni un puñao, ni siquiera si era sal gorda o sal fina. Supe que yo tendría mi secreto. Que un día, al crecer, entraría en mi cocina, me agarrarías por detrás y empezaría a escribir mi recetario. Que tu boca se abriría para que mi lengua pudiese introducirse en ella y así poder dejar de adivinar el sabor de las salivas y la tibieza de nuestros alientos. Supe que recogería los gemidos y los cocinaría en un lecho de hierbas para después ofrecértelos de mil posturas diferentes.

Me faltaba sólo eso, la pizquita de sal.



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